Operación y masacre
Durante las últimas semanas de 2010, en Argentina se sucedieron una serie de hechos de violencia, represión y muerte. Por esos días, APM analizó la trama destituyente de aquellos incidentes. La presidenta argentina advirtió que, ya en febrero, quizás “alguno vuelve de vacaciones” y “comienzan los líos de nuevo”. Y el conflicto se reinició en la localidad de José León Suarez que, otra vez, fue escenario de cobardes fusilamientos.
Por Ernesto Espeche
El segundo mes de un duro año electoral se inició con la muerte de dos jóvenes a manos de la policía en la localidad bonaerense de José León Suarez. Esa localidad fue el lugar en el que la policía fusiló a un grupo de militantes, en 1956, cuando regía la dictadura que derrocó a Juan Domingo Perón. Aquella circunstancia, por su atrocidad y por su -nuevamente “llamativa”- ausencia en la prensa, motivó la investigación que Rodolfo Walsh publicara, años después, bajo el título de “Operación Masacre”, ópera prima de periodismo de investigación en Argentina.
Esta vez, los fusilados fueron habitantes de una villa de emergencia que, según las versiones policiales, participaron de actos de vandalismo tras el descarrilamiento de un tren que transportaba repuestos automotores y alimentos –está bajo investigación si el descarrilamiento de los últimos 7 vagones fue parte del atraco-. El calendario 2010 había terminado con hechos similares: el asesinato del trabajador ferroviario Mariano Ferreyra luego de un reclamo sindical, la muerte de un dirigente indígena en el norte del país y una brutal represión –que se cobró dos vidas- a un grupo numeroso de personas que ocuparon tierras fiscales en la Ciudad de Buenos Aires.
El gobierno argentino insiste en la idea de consolidar una seguridad democrática. Desde este enfoque, Cristina Fernández –al igual que su antecesor, Néstor Kirchner- desestimó de plano la represión estatal de la protesta social. No podía ser de otro modo: la etapa abierta en 2003 emergió de las cenizas de un modelo excluyente sostenido a fuerza de palos y balas oficiales. Las muertes de diciembre de 2001 y las de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán en 2002 habían representado las últimas víctimas de la eclosión de un proyecto diseñado para una minoría privilegiada.
Las políticas de inclusión social y de ampliación de derechos y libertades públicas es un signo distintivo de la etapa. El respeto por los derechos humanos fue, desde el comienzo, un punto esencial del nuevo trazado: se impulsó una audaz política de memoria, verdad y justicia respecto de los crímenes de la última dictadura y se inició un profundo proceso de democratización de las fuerzas de seguridad.
Entonces… ¿cómo es posible que sucedieran los lamentables episodios de los últimos meses? El uso de la fuerza pública es, como se sabe, una potestad del Estado, el cual excede a la gestión gubernamental. De hecho, como se constata en procesos de transformación como el argentino, es posible que algunos resabios de la etapa anterior, enquistados en la órbita estatal, operen y conspiren contra el rumbo definido por la máxima autoridad política. Es así que un grupo de funcionarios del poder judicial y un sector de las fuerzas del orden actúan en sintonía con las fracciones más retardatarias del arco opositor.
Cristina Fernández anticipó, días atrás, que algunos volvieron de vacaciones y comenzaron de nuevo los “líos”, los que no son casuales, ni serán los últimos.
La carta que juega la derecha es clara: ante la dificultad de consolidar una alternativa al proyecto gubernamental, intenta configurar un escenario de conflicto social y apela, para ello, al poder manipulatorio de la corporación mediática, a las maniobras obstruccionistas de algunos magistrados y al instinto asesino que aún opera en un sector del aparato represivo.
Es una tríada diseñada al servicio del bloque opositor. Sus engranajes se mueve en conjunto bajo un mecanismo sencillo: un juez ordena desalojar un predio, un comisario organiza la represión y la televisión documenta los hechos en vivo . Las muertes son presentadas, entonces, como el resultado del descontento social y la incapacidad del gobierno de garantizar el orden. Las ideas de Paz y Orden se imponen, así, como las consignas desde las cuales se agrupa un sector –el más temible- del frente opositor.
La designación de Nilda Garré al frente del nuevo Ministerio de Seguridad es una demostración del criterio oficial para entender por dónde pasa la estrategia desestabilizadora en el actual escenario. Más democracia y más garantías son las respuestas del gobierno a las presiones del establishment y sus aliados.
En esa avanzada por fuera de la ley, quedan al descubierto las rémoras de lo peor de la represión de la década de 1970 –Jorge Julio López sigue desaparecido, jueces cómplices de la dictadura se atrincheran en el poder judicial- y de lo más crudo del proyecto neoliberal de la década de 1990: las balas caen sobre los cuerpos de los más golpeadas por la exclusión económica y social que dejó aquellos años.
También quedan expuestos aquellos que aún no lograron interiorizar la esencia de la práctica democrática, única manera de repeler el impacto de esas rémoras. Las claves que guían el entendimiento de los recientes episodios de violencia y represión pasan por determinar cómo y a quién se ataca. Y en octubre, a defender las urnas de posibles incendios.
Esta vez, los fusilados fueron habitantes de una villa de emergencia que, según las versiones policiales, participaron de actos de vandalismo tras el descarrilamiento de un tren que transportaba repuestos automotores y alimentos –está bajo investigación si el descarrilamiento de los últimos 7 vagones fue parte del atraco-. El calendario 2010 había terminado con hechos similares: el asesinato del trabajador ferroviario Mariano Ferreyra luego de un reclamo sindical, la muerte de un dirigente indígena en el norte del país y una brutal represión –que se cobró dos vidas- a un grupo numeroso de personas que ocuparon tierras fiscales en la Ciudad de Buenos Aires.
El gobierno argentino insiste en la idea de consolidar una seguridad democrática. Desde este enfoque, Cristina Fernández –al igual que su antecesor, Néstor Kirchner- desestimó de plano la represión estatal de la protesta social. No podía ser de otro modo: la etapa abierta en 2003 emergió de las cenizas de un modelo excluyente sostenido a fuerza de palos y balas oficiales. Las muertes de diciembre de 2001 y las de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán en 2002 habían representado las últimas víctimas de la eclosión de un proyecto diseñado para una minoría privilegiada.
Las políticas de inclusión social y de ampliación de derechos y libertades públicas es un signo distintivo de la etapa. El respeto por los derechos humanos fue, desde el comienzo, un punto esencial del nuevo trazado: se impulsó una audaz política de memoria, verdad y justicia respecto de los crímenes de la última dictadura y se inició un profundo proceso de democratización de las fuerzas de seguridad.
Entonces… ¿cómo es posible que sucedieran los lamentables episodios de los últimos meses? El uso de la fuerza pública es, como se sabe, una potestad del Estado, el cual excede a la gestión gubernamental. De hecho, como se constata en procesos de transformación como el argentino, es posible que algunos resabios de la etapa anterior, enquistados en la órbita estatal, operen y conspiren contra el rumbo definido por la máxima autoridad política. Es así que un grupo de funcionarios del poder judicial y un sector de las fuerzas del orden actúan en sintonía con las fracciones más retardatarias del arco opositor.
Cristina Fernández anticipó, días atrás, que algunos volvieron de vacaciones y comenzaron de nuevo los “líos”, los que no son casuales, ni serán los últimos.
La carta que juega la derecha es clara: ante la dificultad de consolidar una alternativa al proyecto gubernamental, intenta configurar un escenario de conflicto social y apela, para ello, al poder manipulatorio de la corporación mediática, a las maniobras obstruccionistas de algunos magistrados y al instinto asesino que aún opera en un sector del aparato represivo.
Es una tríada diseñada al servicio del bloque opositor. Sus engranajes se mueve en conjunto bajo un mecanismo sencillo: un juez ordena desalojar un predio, un comisario organiza la represión y la televisión documenta los hechos en vivo . Las muertes son presentadas, entonces, como el resultado del descontento social y la incapacidad del gobierno de garantizar el orden. Las ideas de Paz y Orden se imponen, así, como las consignas desde las cuales se agrupa un sector –el más temible- del frente opositor.
La designación de Nilda Garré al frente del nuevo Ministerio de Seguridad es una demostración del criterio oficial para entender por dónde pasa la estrategia desestabilizadora en el actual escenario. Más democracia y más garantías son las respuestas del gobierno a las presiones del establishment y sus aliados.
En esa avanzada por fuera de la ley, quedan al descubierto las rémoras de lo peor de la represión de la década de 1970 –Jorge Julio López sigue desaparecido, jueces cómplices de la dictadura se atrincheran en el poder judicial- y de lo más crudo del proyecto neoliberal de la década de 1990: las balas caen sobre los cuerpos de los más golpeadas por la exclusión económica y social que dejó aquellos años.
También quedan expuestos aquellos que aún no lograron interiorizar la esencia de la práctica democrática, única manera de repeler el impacto de esas rémoras. Las claves que guían el entendimiento de los recientes episodios de violencia y represión pasan por determinar cómo y a quién se ataca. Y en octubre, a defender las urnas de posibles incendios.