Castelo, carajo
Por Carlos Barragán
El canoso no está más, pero estuvo siempre ahí donde lo necesitamos. Algunas reflexiones sobre el ironista, el apostador y el gallego calentón.
EL IRONISTA
Me llegó el libro que Carla y Daniela Castelo escribieron sobre su padre: Castelo, Diario de un ironista. Voy a evitar repetir lo de su dandismo, su estilo de bon vivant, su glamour y demás galicismos que obstinadamente se le adhieren a su figura tan poco gala y salvajemente porteña.
Leí el libro de un tirón y me acordé de Castelo. No es que no lo recuerde nunca, pero tengo un mecanismo que me protege haciéndome olvidar lo que extraño. Y a Castelo lo extraño. Que trabajé con él no es lo importante, tampoco que nos llevábamos bien y que nos entendíamos mucho. Lo importante es que lo conocí y conocí su forma de trabajar. Su trabajo era decir lo que los demás no decían. Enfrentar la mentira y hacerlo dentro de la cápsula amable y cruel de la ironía.
EL APOSTADOR
Castelo tenía pocas cosas materiales. Sospecho que el mercado mediático no había sabido premiar su talento inmanejable. El dinero no paga bien por cuestiones que no puede manejar. Quizá él tampoco supo cobrarle al dinero cuotas más altas. Habrá sido que no supo resolver ese dilema de necesitar lo que detestaba: la plata.
Y por tener poco, muy poco, su forma de encarar el oficio era de una enorme audacia. Lo recuerdo discutiendo con nosotros, los pendejos de la producción, qué cosa decir sobre los temas más ásperos del día. Esa grandeza tenía Castelo, ponerse a discutir de igual a igual con tipos que estábamos a años luz de su experiencia. Y cuando llegaba a una conclusión, el corolario era más o menos el siguiente: yo lo digo, y si no les gusta que nos echen a la mierda. Esa postura en un tipo que no tenía ahorros, ni una rotisería, ni acciones en la bolsa, era para admirar.
Un tipo solo, fuera de la corporación, sus amigos no eran sus colegas sino –y es literal- el cerrajero, el portero, el kiosquero y los dueños de los restaurantes donde instalaba su cuartel de operaciones. Un tipo que desconocía roscas y operaciones. Que sólo estaba interesado en desenmascarar a los poderosos que le jodían la vida a sus amigos laburantes. Un periodista deforme, un experto en nada y un artista de todo. Un tipo con miedos diferentes a los del resto. Él tenía miedo a equivocarse, a ser injusto, a quedarse corto con la crítica, a que el programa saliera mal, aburrido. Nunca el miedo al tirón de orejas de los jefes, o a la pretendidad tragedia del despido. Castelo ponía el despido ahí, como los griegos que en el fondo de sus copas dibujaban una calavera, para que al final del trago les recordara que iban a morir. Algo parecido, él jugaba permanentemente al riesgo de la patada en el culo. Entonces aquello dejaba de ser un miedo y se convertía en su manera de trabajar: siempre con el culo listo para salir eyectado por las puertas de la radio. O por las puertas del oficio periodístico.
EL GALLEGO CALENTÓN
Y entonces hoy lo recordé a Castelo, en estos tiempos de cobardías refinadas, de cagones exquisitos, de chupamedias esmerados, y de nuevos miedosos que se dedican a gritar horrorizados que viene el lobo, cuando su verdadero temor es a perder esos lugares donde están calentitos gracias al aliento de los lobos que no vienen porque ya están. Y lloré y lo extrañé más sabiendo cómo hubiese disfrutado este momento en que las mentiras y las verdades son más mentirosas y más verdaderas que nunca. Las charlas que hubiésemos tenido tratando de descubrir por qué los que estaban con nosotros están con los patrones. Y las malasangres que Castelo se habría hecho, que habrían sido titánicas; aunque siempre se hacía malasangre y yo sé que en el fondo se alimentaba de eso: de su indignación. Y la bronca que me da que no esté para darme más pistas de por dónde va la cosa, y la bronca por perderse esta alegría de ver que el país volvió a ser de los que no les tenemos miedo a las masas, a los negros, a las plazas, a los gritos, a las banderas y a las consignas políticas. La bronca de que se haya perdido una presidenta que da orgullo en lugar de darnos vergüenza. La bronca de ver que hay miles de pibes de veinte años que tomaron la historia por los cuernos, miles de pibes que como él no tienen miedo a perder, porque saben que hay muchísimo por ganar. La bronca de que Castelo no esté con nosotros, donde estuvo siempre, pero esta vez sin sentirse un loco que grita aislado. La bronca de que Castelo se esté perdiendo los brotes de algo que sembró cuando la tierra estaba reseca y yerma.
EL PELOTUDO, YO
Salió este libro que lo recuerda y me acordé de mi propuesta para quejarnos de Vargas Llosa en la inauguración de la Feria del Libro, mi propuesta fue la de no comprar libros en la Feria para que estas lacras que hablan de la libertad del dinero comprendieran más fácil cuándo algo no nos gusta: cuando no compramos. Y ahora pienso que me gustaría comprar el libro de Castelo adentro o afuera de Feria. Y que Vargas Llosa haga lo que quiera, porque no quiero pensar en Vargas Llosa mientras puedo pensar en gente mucho más linda que él. ¿No es más importante para quienes quisimos a Castelo poder llevarnos el libro de la Feria que boicotear al amargo Vargas?
Qué se yo. Y pienso que si Castelo leyera estas líneas me diría que soy un boludo, un pelotudo que dedicó su tiempo en dedicarle esta columna a él. “¿Para tirarme flores y terminar hablando de Vargas Llosa, pelotudo?”. Me diría. “Dejate de hinchar las pelotas, Barragán, con todo lo que hay por hacer”, me diría Castelo.