19 jun 2011

UNA FÁBULA

Fábula de los perros perfumados

Por Orlando Barone


Está ese estúpido chiste que dice que no hay paseadores de gatos, porque los gatos se pasean solos. Si fuera por eso tampoco hay paseadores de tortugas, palomas, gorriones ni ratones. Aunque hay paseadores de seres humanos, sean estos escolares, jubilados o turistas.

Pero lo cierto es que los que hoy crecen en número en la ciudad de Buenos Aires son paseadores de perros. Los hay en otras ciudades aunque con menos frecuencia.

Algunos de estos paseadores urbanos-sea mujer u hombre, siempre jóvenes- lideran manadas de hasta veinte animales. Entre ellos hay las mismas escalas de clase que en los empleos convencionales: los paseadores de zonas prósperas obtienen unos cinco mil pesos mensuales y los de barrios más estándares, la mitad. No es moco de pavo ser responsable de veinte instintos, veinte tipos de ladridos y veinte traseros que deponen y dejan sus boñigas al paso y agacharse a recogerlas con un plástico. Además de tener que lidiar con sus propietarias/os que cada uno exige no sé qué privilegios para su perro. No quisiera imaginar el escándalo si uno de esos mimados se escapara o si volviera a la casa contagiado de sarna popular y vulgar.

Hay paseadores que tienen marcas bravas de dientes de rottweiler o de dogo. Se las aguantan. Las razas son múltiples y por lo general caras. Hay perros diseñados en probeta cuyo valor de mercado supera los mil dólares, casi como el precio de un bebé en un juzgado o consultorio remoto.

Y aunque nadie lo sepa a ciencia cierta es probable que los perros de raza sepan su prosapia; les basta olerse y semblantearse con esos otros perros sueltos, vagabundos y pulguientos que huelen a hambre y a intemperie. La diferencia se nota. Igual que la de los humanos que llegan a una estación terminal de sus vacaciones en coche cama y calentitos, y se topan con atorrantes tirados en los andenes entre cartones.

Fue hacia comienzos de la democracia cuando empezaron a verse en la ciudad de Buenos Aires los primeros paseadores de perros. Recuerdo haber escrito una crónica en el diario La Razón dirigido por Jacobo Timerman, en el breve lapso de su gestión. El paseador era una novedad en aquel tiempo: en la dictadura hubiera sido altamente sospechoso.

Uno podría preguntarse qué será mejor para un perro: si estar arropado y alimentado con una dieta balanceada, o librado a su albedrío expuesto a los azares de la calle y de conseguirse en un basural el mendrugo. Desde nuestra mirada de cautivos burgueses la respuesta sería que es mejor ser perro con dueño que “perro-perro” sin collar ni vacunas. Es de suponer que el promedio de expectativa de vida entre unos y otros es más favorable a los primeros. Son más longevos, como esos abuelitos que la medicina estira hasta donde no debería, por respeto a la vida. En cambio un perro de la calle va a morirse antes por todas las causas que uno supone. ¿Pero cuál de los dos muere más dichoso? Se tiende a creer que el perro mimado. Pero por qué no pensar que hay perros hartos de tener toda la vida el mismo dueño y el mismo aburrimiento. Cuántos de ellos aspirarían a una huida a barrio abierto; y dejar atrás esa “cucha” y ese plato enlosado de comida elaborada para no ensuciar el piso con carne y huesos. Pero los contiene haberse acostumbrado a la seguridad del confortable hastío. Como en esas parejas que ninguno se separa por culpa de lo mismo.

Esos pichichos no son “perros-perros”: son perros de hombre. O de dama. Perros protegidos de la naturaleza de modo tan antinatural que es una paradoja. Porque ni siquiera tienen la libertad de percibir ellos el peligro; los perciben la alarma, la cámara vigiladora, el iluminador infarrojo o el custodia de la casa en la que habitan. Y cualquier enfermedad que padezcan ya no se las advierte el instinto sino el veterinario de cabecera. Cada vez más les molestan la tierra y el pasto de tan acomodados que están a la alfombra o al sommier. Les gusta la estufa o el aire acondicionado más que el sol. Todo lo que lamen es del orden humano y tienen prejuicios con los perros que no huelen a champú.

Están tan lejos de cambiar nada que si no los llevan de la correa se sienten perdidos.
La historia humana se reproduce en ellos.
La idea de rebelión los ha abandonado.