¿Dónde está la política?
Del posibilismo y la farandulización al rescate de la ética transformadora. Una lectura del escenario electoral argentino y sus determinaciones simbólicas.
Por Ernesto Espeche (*)
Una típica pregunta del mecanicismo movilero –una variante particular de la lógica mediática contemporánea- desató una contundente respuesta del siempre ingenioso Aníbal Fernández, jefe de ministros del gobierno nacional argentino. “¿Qué opina de los dichos de (Carlos) Reuteman acerca de que él se considera un peronista, no un kirchnerista?”, preguntó la periodista. Luego de un corto silencio, el autor de “Sonceras argentinas y otras yerbas” dijo: “Que es un corredor de autos”. Es decir, ni peronista ni kirchnerista, corredor de autos. Toda una definición política que se inscribe en un marco bien preciso: el complejo y multifacético mapa electoral.
Tomaremos la escena anterior como excusa –o disparador- para intentar reconocer el lugar de la política en la vida nacional.
Desde la restauración de la institucionalidad democrática -y por casi dos décadas- el concepto de política o, mejor dicho, el modo en que ésta fue entendida por sus actores, estuvo influenciado por las marcas heredadas del genocidio estatal perpetrado entre 1976 y 1983.
La salida de la dictadura mostró con demasiada rapidez y elocuencia que lo político encontraba un límite en los márgenes de “lo posible”. El posibilismo alfonsinista significó el retiro de muchos jóvenes que creyeron en un reverdecer de la militancia luego de los años oscuros de la represión: la medida de las posibilidades suele no contener a los sueños, las utopías y las voluntades transformadoras.
Aquí habría que hacer una diferenciación esencial: una cosa es el posibilismo, una matriz filosófica que sujeta la práctica política al cajón administrativo de la gobernabilidad de lo establecido; y otra es el realismo político, un sano ejercicio que somete las prácticas colectivas al juego de las relaciones de fuerzas desde la dialéctica superadora entre realidad, necesidad y posibilidad.
Los noventas fueron los años de la farandulización de la política. Fue, a las claras, la resultante obvia del posibilismo de los ochenta o, si prefieren, su realización absoluta. Si se limitan al extremo las dimensiones transformadoras de lo político, se degradan los marcos ideológicos desde los cuales pensar la acción colectiva. Había llegado la hora de los ricos y famosos, todos representantes de la más frívola y banal concepción del mundo.
Es ese el marco adecuado para la subordinación de la política a la lógica televisiva y la estética del espectáculo. Es, también, el origen de las corporaciones mediáticas y el apogeo del proyecto neoliberal.
No vamos a detenernos en la crisis de 2001 y sus efectos sobre la idea de política, aunque sí debemos consignar que desde entonces emergió una nueva simbología. La creciente organización social -que habían resistido los mazazos del modelo excluyente- comenzó a construir una ofensiva transformadora que requirió para su afianzamiento de la asimilación de pautas inherentes al realismo político.
Eso significa reconocer desde el campo popular que es posible recuperar terreno y capacidad transformadora, pero cada avance trae consigo nuevas y más profundas contradicciones. Se trató de un aprendizaje crucial que modificó la cultura política.
Las gestiones presidenciales de Néstor Kirchner y Cristina Fernández son, desde este enfoque, una emergente de ese cambio lento, contradictorio, pero constante. El declive del posibilismo alfonsinista y la farandulización menemista fue dando paso a un nuevo y complejo imaginario asentado en el rescate de la política, su valor ético y su potencialidad creadora.
Entonces, ¿cuál es el lugar de la política en la actualidad? El variopinto arco opositor expresa los viejos y superados modelos de los ochenta y los noventa. En contraste, el proyecto nacional abre múltiples espacios para la participación y la organización colectiva, sobre todo de los jóvenes que recuperaron un protagonismo perdido por décadas.
Es así que en este año electoral se dirime mucho más que un puñado de cargos electivos: se define el lugar de la política, su dimensión cultural y sus fundamentos filosóficos.
Lúmpenes empresarios, lobistas del poder económico, señores feudales, apéndices de pitonisas y estrellas del espectáculo se perfilan como los representantes de la restauración conservadora y desmovilizante, cuyo escenario o teatro de operaciones está en los medios de comunicación. Desde allí hablan de la “nueva política”, reparten globos, bailan y proclaman la paz y el orden, pero son la vieja y conocida cara del fracaso y el desencanto.
La política está en el compromiso participativo que colmó las calles del bicentenario, que se enfrentó a la nueva y la vieja oligarquía y sus tractores; que celebró la diversidad y la democracia informativa, que se reconoció cara a cara con su comunidad. Asistimos a la construcción de una nueva cultura que marca la derrota a la frivolidad con ideas superadoras y convicciones firmes; y que vence al posibilismo con la potencia simbólica de un “nunca menos”.
(*) El autor es Director Adjunto de APAS, doctor en Comunicacion de la UNLP, director de Radio Nacional Mendoza y de la carrera de Comunicación Social de la UNCuyo.